
El timbre sonaba y todo el colegio se dirigía al patio. Lo que eran las canchas de básquet en la clase de educación física, ahora era el lugar donde cada sección se formaba. Las formaciones siempre eran ruidosas, porque todos comentaban, reían y celebraban algunas bromas durante el traslado. Siempre se escuchaba por allí alguna chapa nueva para alguien o simplemente los comentarios sobre la fiesta del fin de semana. Pero al sonar nuevamente el timbre, todos callábamos y formábamos, para estar de pie, sin movernos hasta que termine la ceremonia de los lunes.
En el patio del colegio estábamos todos reunidos, para entonar el himno nacional, escuchar algunas directivas y a veces, alguna noticia o reconocimiento especial para algún alumno. Para que nadie pierda detalle de lo que se decía, el colegio contaba con un equipo de sonido. Un micrófono, un amplificador y un par de parlantes algo antiguos eran los encargados de difundir el sonido.
En un momento llegué a manejar este equipo. Sabía dónde insertar el cable del micrófono, situar los parlantes para que no se acople el sonido, girar algunas perillas para afinarlo, colocar los cocodrilos para que cada parlante funcione. Y lo hice no porque fuese un gran aficionado y amante del sonido. Me di cuenta que, desde esta posición, estaba libre, podía moverme a mi antojo y además observar a todo el colegio que no podía hacerlo.
El grupo de profesores, sisters, hermanos y director estaban sentados frente al grupo de alumnos y de espaldas a las aulas. El equipo de sonido estaba justo al comenzar el pabellón, a espaldas de ellos.
Con la sensación de libertad, saqué mi yo-yo que recién había cambiado y me dispuse a hacer gala de mi repertorio mientras recibíamos unos de esos discursos. Aunque los profesores no podían verme, debería ser cuidadoso para que no volteen y me pillen.
Primero hice una fácil, el dormilón. Después el columpio, una de las difíciles. Después me preparé para hacer una de similar dificultad cuando sentí una mano en el hombro: el profesor Eddy Campos, quien había llegado algo tarde a la ceremonia de los lunes, había llegado por el pasillo y me encontró jugando. Nunca fui castigado, porque el profe nunca se lo mencionó a nadie, pero en cambio, nunca más volví a ver a mi Yo-yo rojo de Coca-Cola.


1 comentario:
si te enteras donde dejo ese yoyo me avisas ese hu..se quedo con mi regla de metal.
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